Pilosidades
Uno se da cuenta de que está envejeciendo de forma irreversible en cuanto le empiezan a salir los primeros pelos de las orejas, de esa caverna encerada en donde habita un tal Eustaquio.
No es éste el primer y único síntoma de la vejez, de hecho podría decirse que empezamos a deteriorarnos desde el mismo útero materno, desde el preciso momento en que el cigoto empieza a fragmentarse antes de convertirse en ese organismo pluricelular racional.
Pero no pretendo marcarme un artículo didáctico digno de una publicación muy interesante, sino que me gustaría hacer hincapié en ese doloroso y céreo indicio de las orejas, con riesgo de convertirme en pregonero y divulgador de lo escatológico.
¿Ha probado usted alguna vez a erradicar esa incipiente y graciosa pelusilla que amenaza con devaluarse en marginal selva si no se le practica la conveniente poda? ¿O acaso es usted uno de esos insufribles ecologistas que aspiran a promocionar su cabeza como el preciado trofeo de un celebérrimo jardín botánico?
Si a las enredaderas de las orejas añadimos las lianas de las narices y la taiga de la barba (y el barbecho de la calva), podría usted pasar a la posteridad como pieza de ese codiciado catálogo de las Maravillas del Mundo, en puja con los Jardines Colgantes de Babilonia.
El pelo es, sin duda, signo de vejez moruna y no existe artefacto digital capaz de tasar la antigüedad de un cuerpo cubierto de pilosidades irredentas.
¿Hasta dónde nos llegaría el pelo si a los humanos nos diera algún día por erradicar de nuestras civilizadas costumbres tareas tan higiénicas (pero tan contra natura) como las de cortar, afeitar, rapar o hacer la cera?
Sin duda no habría madre que nos reconociera con tan vellosa sotana, nos convertiríamos en wookies de un planeta hippy que luciría desde el espacio como un satélite de Marte, que era el más peludo y varonil de los dioses romanos.
El pelo es, por ende, la piedra filosofal de la edad del hombre, el canon que marca la verdadera intrahistoria de cada cual, pues es bien sabido que el pelo envejece y que uno pierde un puñado de años cuando se afeita el bigote o se lija las canillas.
Las culturas del mundo siempre se han distinguido por la manufactura del pelo y podríamos concluir que una cultura es tanto o más milenaria en cuanto decide dejarse crecer el pelo, como fue el caso de los griegos de doradas melenas.
También es verdad que una reluciente calva dice mucho de la edad del jugador de bolos, pero el calvo forma parte de esa rara especie humana que ha perdido el pelo por razones ajenas a su voluntad.
El calvo es el más feliz de los mortales, un ser evolucionado, adelantado a estos pilosos pero hipócritas tiempos que corren, y que puede llegar a alcanzar ese estado de ataraxia espiritual y emocional que no se consigue en las barberías.