Francofonías
Con esto de la Ley de Memoria Histórica no terminamos de olvidarnos del amigo Franco, aquel dictador cuyo apellido no le hace justicia.
Han pasado más de cuarenta años de la consumación de unos restos que descansan en los bajos de Los Caídos (una birria de mausoleo cuyas escalinatas inmortalizó Santiago Segura en una de las entregas de la casposa Torrente), pero el espíritu del dictador sigue haciendo la ronda por muchas calles de España, tratando de impedir que le cambien el nombre a lo que él tanto le costó edificar a sangre y fuego.
Pero el ectoplasma famélico de Pancho no es una ficción, no es una algarabía fabulosa, una entelequia que vaga por el mundo como un espíritu justiciero de lo que no tiene justificación, sino que es real como un carámbano, pues estoy seguro de que también ronda mi casa que estos días está más gélida de lo acostumbrado, no sólo por el frío polar, sino porque aquí ha montado sus reales un alma de mil demonios, que todos sabemos que los espíritus producen frío como así nos ha enseñado el Séptimo Arte (hasta expulso vaho al respirar).
Esta dictadora presencia me persigue por pasillos y habitaciones y me ha obligado a reflexionar sobre aquella luctuosa jornada en que a doña Carmen Polo se le fue el santo al cielo.
En el año 1975, yo tenía siete años, empezaba a gastar mi primera infancia y con esa edad uno no se fija mucho en quien gobierna el país: sencillamente le da lo mismo que sea un militar o un zapatero. A esa edad, los límites jurisdiccionales los imponía el barrio, esa reserva natural de nuestra infancia; y todo lo que ocurría fuera nos la refanfinflaba, con la venia de doña María Moliner.
Al contrario de lo que ocurre hoy, antes la infancia era mucho más emprendedora y montaraz: nos lanzábamos a la calle con el lucero del alba y nos retirábamos por insinuación del vespertino que nos acogía en el portón con una chola oculta tras la espalda.
Ahora los regatones no juegan en la calle. Se reparten mamporros en el móvil con el flanroyal ese, pero en su vida experimentarán ese placer dulce y aleccionador que produce un par de hostias bien dadas por el abusón del barrio.
Con el paso de los años, a los de mi generación nos tocó también ejercer de abusones, pero ya por entonces se puso de moda la democracia y nos volvimos más blandos y selectivos, y todo lo sometíamos a votación, incluido el pelele al que le regalábamos la somanta, el cual se marchaba llorando a su casa con un sufragio de cardenales en las costillas.
Recuerdo que el día de la muerte del patriarca gallego no fuimos al colegio, tuvimos un par de días libres y todos los regatones del barrio dimos las gracias por su muerte a aquella bendita momia que no terminaba nunca de morirse.
Y, como reconocimiento, entonamos, todos juntos, el Cara al Sol con la mano derecha bien erguida y la polla en la otra en posición de firmes.