Los regatones
La Opinión de Tenerife, 8 de marzo de 2008
Algunos me critican que utilice el término regatón para referirme a nuestros adolescentes, para lo cual existe una explicación (como todo), pues no se trata de un neologismo gratuito.
El regatón es ese pibe de barriada (yo también lo fui hasta que me hice un hombre de fundamento). El regatón es ese moderno charlatán vociferante, como aquel que en otra época llegaba al pueblo, precedido de un grito, a prestar un servicio.
El regatón es el nuevo afilador de cuchillos que ha llegado a la ciudad montado en un psicodélico buga para sacarles filo a las chicas que airean el tanga a las puertas del instituto.
El regatón es el nuevo vendedor de pescado que surca la ciudad en su fueraborda de lujo alardeando de género cuando ya todo el bacalao está cortado.
El regatón es el nuevo vendedor gitano que trae su barroca furgona cargada con la nueva moda regatona: la cóncava gorra, la patrocinada camiseta, los remangados pantalones, las nikeladas zapatillas.
Uno no tiene nada en contra del reguetón ni de los regatones, todo lo contrario: el reguetón se ha convertido en la sintonía de mis rejuvenecidos días y cada noche le pincho Don Omar a la parienta en la alcoba para recordarle aquel antiguo orden de la Naturaleza. Las noches con Don Omar se vuelven más puras, más salvajes, más… regatonas.
La basca no entiende el reguetón ni a nuestros regatones porque se queda en el aceite integrado de la superficie. Pero debajo de ese fluido oleaginoso que segrega toda piel adolescente hay algo más que óxido nitroso y trompas de Eustaquio aturdidas.
Con su pelo al rente y su mp4 de dos gigas, el regatón es aquel peludo de nuestra juventud que recorría el barrio de arriba abajo con sus pantalones entubados y la radiocasete al hombro a toda hostia.
Con su móvil entre los pulgares y una china en el bolsillo, el regatón de ahora es aquel laja de nuestra adolescencia que se sentaba en el portón a jugar un subastado y a liarse un porro con hojas de tártago.
El regatón, si me apuran, es nuestro abuelo de joven, partiéndole el cuello a una gallina del vecino para ver cómo esprintaba por la calle como una comparsera desquiciada en busca de la medalla de oro de un puchero.
Todas las épocas han tenido sus regatones. Cuentan los Clásicos que, en la antigua Grecia, los jóvenes se dedicaban a capar los hermes y los falos que delimitaban los territorios, y que en Roma declinaban por las paredes “caca, culo, pedo y pis” con más de una falta de ortografía.
Los regatones de ahora siguen pintando pollas en las paredes y unos coños con patas que son como arañas peludas.