Coprofagia
Ahora que el mundo se está superpoblando de danacólitos (consumidores empedernidos de esa birria de yogur que favorece la síntesis del colesterror) vamos a hablar de papeo, concretamente de toda esa comida basura que tanto gusta a nuestros jóvenes escolásticos y a quien suscribe que, de vez en cuando, se aventura también por los arrabales de la gastronomía. Todo sea por opinar con conocimiento de causa. Que conste.
Las grandes multinacionales de la cosa llevan tiempo amontonando calderilla en la cámara acorazada del Tío Gilito a fuer de fomentar entre la basca la coprofagia, ese particular gusto del ser humano por comer basura y cualquier otra sustancia de desecho.
Sin ir más lejos, la Mitología Clásica (a la que solemos recurrir con frecuencia en nuestras diatribas) nos documenta algunos casos de comida basura.
Uno de los más conocidos lo tenemos en el mito de Zeus y Dánae, donde se nos muestra una variante de la coprofagia o coprofilia: el burbujeante fenómeno de la urofilia, denominado vulgarmente “lluvia dorada”. El pack basura incluye también la bebida.
Dicen que Zeus intentó seducir a la joven Dánae, encerrada por su padre en una torre para que no quedara embarazada de un futuro retoño que habría de convertirse en parricida: el héroe Perseo, que lo tuvimos ahí más atrás de visita por Las Cañadas del Teide en su versión cinematográfica.
Acrisio, padre de Dánae, que como buen griego consultaba los oráculos, tuvo la gentileza de dejar al menos una rendija en el ingenio arquitectónico para que entrara el aire y que la chica, que pasaba las horas muertas resolviendo sudokus mentales, ventilara sus pulmones.
Zeus, padre de los dioses, pasó un buen día por allí y descubrió dentro de aquel monacal zulo la belleza enlatada de Dánae y al punto tuvo el impulso de pasar la noche con la joven.
Pero con el cuerpo que lucía Zeus por aquella época (tenía el don de la longevidad, pero la iconografía tradicional lo representa siempre barbudo y algo fondón) le era imposible escurrirse a través de aquella parca rendija sin beberse previamente una caja de danacoles.
De modo que en una más de sus celebérrimas transformaciones, Zeus se convierte en lluvia dorada, traspasa la rendija y cubre las blancas y mollares carnes de Dánae, como bien supieron retratar pintores de la cosa, como Tiziano o Gustav Klimt, en algunas de las más famosas obras del Arte Universal.
Lo de la lluvia dorada, obviamente, no fue un peculiar acto de transformismo (Zeus, como dios todopoderoso, podía entrar en cualquier parte sin esta suerte de tontos artificios), sino de un vicio repelente que había cultivado, el Señor del Rayo, durante sus numerosos viajes de turismo sexual por Grecia. Solía ausentarse con frecuencia del Olimpo para echar unas canitas al aire.
Pero volvamos a la comida basura para clausurar la columna. Es evidente que la basca come al mismo ritmo que vive. De ahí se explica esa peculiar expresión, “comida rápida”, en la que también se incluyen precocinados y demás fritangas de andar por casa.
Todo el mundo se queja de su consumo. Los gritos y las discusiones resuenan en los parlamentos o en la mismísima teletrofia, pero no hay ninguna multinacional de la cosa que haya quebrado todavía. Es más, todos los días vemos florecer en el descampado de algún barrio una nueva sucursal del colesterror.
Y es que la basca tiene sus propias fórmulas para no privarse de nada. Hay quien pide con la hamburguesa doble, las papas fritas XXL y los aritos de cebolla de Guayonge una cola light para evitar que cuajen en el estómago todas esas toxinas de origen ignoto. Luego se toman el danacol antes de acostarse y aquí no ha pasado nada.
Qué tiempos aquellos donde las cucharas mandaban sobre el resto de la cubertería en ese campo de batalla que es la cocina. Nuestras madres hacían una perola de potaje para toda la semana y para el que no le gustaba solo, le echaban un par de cucharadas de gofio para disimular el sabor.
A mí me gustaba el potaje molido, porque siempre he sido muy fino para según qué cosas.