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Una de nombres


Tras la dominación romana de la Península Ibérica, todo un vasto repertorio de nombres vernáculos, pertenecientes a los pueblos que pululaban en aquella época por las arterias de la Piel de Toro, queda relegado al ámbito de la memoria y de lo ancestral.


Cualquier ciudadano del Imperio Romano, reconocido como tal por su origen patricio, solía firmar con tres nombres que lo identificaban: el praenomen o nombre de pila, el nomen o apellido y el cognomen, que vendría a ser el antecedente latino de los populares apodos o, como diríamos los canarios, los nombretes.


En cuanto al praenomen, existía una moda muy arraigada (poco original) que consistía en designar a los nacidos por el orden de su alumbramiento. Así, el primogénito recibía el nombre de Primo (Primus); Segundo (Secundus), el que en esa alineación venía al mundo; Sexto (Sextus), el que hacía la media docena u Octavio (Octavius), el que llegaba después del séptimo (Septimio). Al último lo llamaban Firme (de donde viene Fermín), que procede del latín Firmus que significa “aquí me planto”.


El nomen hacía alusión al origen familiar del individuo o a lo que en Roma se denominaba gens. Había familias ilustres que remontaban su origen a un pasado legendario, como era el caso del emperador Julio César que pertenecía a la gens Julia, cuya rama se remontaba al mismísimo Julo o Ascanio, hijo del héroe troyano Eneas.


En relación con el cognomen se podían encontrar apodos curiosos, como el del filósofo Cicerón, así llamado porque en su nariz descollaba una verruga como un garbanzo (del latín cicero, de donde en canario tenemos "chícharo" o garbanzo pequeño); u otros más descriptivos como Agrícola (“el agricultor”) o Claudio (“el cojo”). Con el paso del tiempo, el éxito de la patronímica romana se vio reforzado, paradójicamente, por el uso particular que de ella hizo el Cristianismo, adaptando a sus propios intereses el significado de algunos de estos nombres paganos; sacralizados unas veces, tal es el caso de Renato, “el recién nacido” (en la gracia de Dios); o bien incluidos entre los mártires de la Iglesia Católica, como San Antonio (“el floreciente”) o San Benito (“el bendito”).


El sistema patronímico romano sigue siendo todavía hoy uno de los pilares básicos de nuestro inventario onomástico moderno, si bien el antiguo nomen romano ahora se ha desdoblado en los apellidos paterno y materno. Nuestro Derecho Civil, desde hace unos años, permite que el orden de los apellidos pueda ser alterado frente al tradicional de asignar como primer apellido el del padre. Sin embargo, la práctica de colocar al recién nacido el apellido del padre en lugar preferente no siempre fue así. Incluso el generalísimo Franco propugnó en su día que fuera el apellido materno.


Muchos personajes que han pasado a la Historia fueron conocidos por el apellido de la madre, como Charlie Hill, que se inmortalizó como Charlie Chaplin; Charles Wedwood, más conocido como Charles Darwin; Sigmund Nathanson, como Sigmund Freud; o Diego de Silva, a quien conocemos con el pintoresco apellido de la madre que lo parió: Velázquez.

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