Baba de caracol
La Opinión de Tenerife, 22 de noviembre de 2006
Navegando por los territorios inhóspitos de la teletrofia, recalo casualmente en una de esas cadenas que llaman de teletienda y me sorprendo con la publicidad de un nuevo producto para rejuvenecer el cutis: la baba del caracol común o Helix aspersa (esto último lo busque yo en la Güiqui para asesorarme).
Según parece, el líquido viscoso y levemente pegajoso que segregan estos gasterópodos cuando se desplazan tiene la singular propiedad de reparar los desperfectos de su concha (la del caracol) y algún listillo de teletienda ha supuesto que si la baba es buena para la concha de este molusco de cuerpo asimétrico, también tiene que serlo para la piel de un humano, ese otro molusco de cuerpo simétrico esgrafiado por Vitrubio con tanta maestría.
Hasta la aparición de los termalgiles (que, como su nombre indica en buen griego, corta la fiebre y mitiga los dolores) el ser humano había explotado la botica de la Naturaleza para buscar remedio a sus dolencias. Pero un buen día nos olvidamos de aquellos salutíferos mejunjes que recetaba Galeno y los cambiamos por un puñado de aspirinas, que son el comodín del público de las medicinas.
Por eso nos agrada la noticia de que un bichito tan lento y tan baboso venga ahora a remediar las urgencias de un cutis en plena degradación. Bella paradoja de la Madre Naturaleza.
No hay nada como un remedio natural. En mi infancia de barriada, corría la leyenda urbana de que la cáscara de plátano era estupenda como crecepelo para salva sea la parte de nuestro cuerpo en franco crecimiento y los escolásticos de aquella época (principios de los 80) nos reuníamos en la intimidad de una cueva del Barranco de la Carnicería a frotarnos la entrepierna con aquel elixir capilar aurinegro.
Tales eran las ganas y tanta la fruición con que nos aplicábamos en el juvenil tratamiento que no tardó en salirnos una pelusilla incipiente, tan sólo fuera porque el organismo estaba harto ya de tanto restregón inútil y desaforado que nos dejaba los bajos en carne viva, pero perfumados con un cierto aroma a Banana Split.
Pero volviendo a la baba de caracol, lo que uno no acierta a calcular es qué cantidad de caracoles hacen falta para llenar un bote de pomada o qué incógnitos recursos utilizan los de la teletrofia para que estos bichos segreguen esa diamantina mucosidad: acaso se exciten sexualmente con un selfie de sí mismos (los caracoles son hermafroditas).
En nuestra infancia nos gustaba buscar caracoles en otoño. Después de que caían las primeras lluvias, brotaban de las paredes con la humedad como si no fueran especie animal, sino más bien vegetal.
Con sumo cuidado, librábamos al gasterópodo del martirio de llevar su casa a cuestas y lo dejábamos en bolas (supongo) ante la mirada inquisidora de un puñado de escolásticos que habían descubierto en la escuela con don Anselmo ese tremendo fastidio sexual que supone ser hermafrodita.
Indagábamos en su cuerpo invertebrado en busca de algún atisbo de pene o de vagina, pero nunca supimos cómo se las apañaba, el muy molusco, para hacérselo a sí mismo. Tal vez le diera vergüenza exhibirse ante un público tan numeroso y entregado a los trabajos de campo o acaso estuviera acostumbrado a la intimidad de su concha.
El caso es que el caracol terminaba sus días de cobaya desnudo, a la intemperie, cuando no despanzurrado sobre la misma mágica pared que lo vio brotar.