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La barriada

La Opinión de Tenerife, 25 de marzo de 2009


Mi infancia y primera juventud las pasé en un barrio, esa reserva natural de las ciudades donde numerosos pibes aprendimos las siete reglas de la vida.


Este artículo está dedicado a todos esos elementos de barrio, socialmente disruptivos que diría la nueva pedagogía, y a otros que, como yo, no se nos quemó el puchero pero que tampoco renunciamos a nuestra condición de sujetos de barrio o de barriada, forma peyorativa de barrio en boca de una madre malhumorada.


La mía, por ejemplo, delante de un desconocido siempre decía que vivíamos en un barrio. Pero cuando nos echaba una bronca por alguna ruindad entonces éramos de barriada: "¡Ven aquí, que te voy a dar yo a ti, que pareces de barriada!".


Lo cierto es que procedo de una barriada, todo hay que decirlo, pero a mí me gusta más decir que procedo de un barrio, que queda más fino (dentro de lo que cabe) y por aquello de que me da un aire más cinematográfico, pues me identifico con El Javi, El Manu, El Rai y toda esa basquita legal pergeñada por Fernando León de Aranoa en su magistral retrato de un barrio periférico de Madrid.


La barriada fue para muchos de nuestra quinta la verdadera escuela de la vida, especialmente para mí que subía todos los días a estudiar a la Villa de Arriba, al ínclito Instituto de Canarias Cabrera Pinto, y desconectaba del barrio.


Cuando yo decía en el instituto que venía de una barriada, todo el mundo giraba la cabeza y me miraban diferente, que es el adjetivo que la basca usa ahora para decir que algo es raro.


Según la etimología (del latín rarus), raro es algo extraño, no acostumbrado, y como un extraño me sentía yo al principio entre algunos apellidos ilustres de La Laguna.


No tuve problemas de adaptación porque el sujeto de barriada es una criatura que tiene una habilidad poco común entre el resto de mortales para confundirse en cualquier medio y porque las chorbas del casco tenían un aire pijo que me ponía y del cual nos reíamos todos los del barrio cuando regresaba por la tarde y me preguntaban acerca de mis aventuras en la gran ciudad.


En la barriada aprendimos lo básico: que las chicas eran el motor inmóvil de la sociedad, que no hay que fiarse ni de tu abuela, de que el mejor amigo del hombre es, efectivamente, el perro (el del nuestro era una perra y se llamaba Laika; siempre fuimos unos precursores en mi barrio en el tema de la igualdad de géneros) y de que el pelo del pubis crece antes si te lo frotas con la cáscara de un plátano, como ya se apuntó en un artículo anterior.


Todas estas sabias lecciones las aprendíamos de los pibes mayores, siempre tan preocupados por la instrucción de los más pequeños del barrio. Especialmente había uno, el abusón, que se encargaba de aleccionarnos para la causa callejera con su didáctica del patadón en el culo, que era la forma más corriente de saludo entre los de la barriada.


También aprendimos que el insulto es esa categoría gramatical que tiene significante, pero no tiene significado (entre nosotros nos tratábamos de hijoputas para arriba) y que es la estrategia que usa el perro ladrador poco mordedor.


Pertenecer a una barriada es una primitiva forma de existencia que nos ha enseñado a muchos a valorar lo que tenemos en la actualidad sin perder de vista quiénes somos en realidad.


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