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Las cosas por su nombre

El Lagunero, septiembre de 1997



Ahora que los más jóvenes empiezan a desempolvar de arena rubia y sal reseca sus bronceadas mochilas para devolverles el uso escolar para el que una vez fueron adquiridas, no estaría de más que hiciéramos hincapié en algunas expresiones que no por bienintencionadas dejan de ocultar tras de sí, muchas veces, una engañosa, cuando no absurda, actitud o corrección por parte de quienes las utilizan con frecuencia. Nos referimos a expresiones tales como “hombre de color”, “señor bajito” o “invidente”.


No pretendemos sentar cátedra con este incipiente e irrisorio vademécum en el que lleva camino convertirse la columna de este mes, pues para eso ya se han elaborado copiosos y ejemplares trabajos como el del maestro Lázaro Carreter que con sus Dardos certeros y eficaces, cual Guillermo Tell de la lengua, da cuenta de las numerosas manzanas podridas con que a menudo nos obsequia la prensa diaria.


El caso de la expresión “hombre de color” para referirse, por lo general, al individuo de raza negra no deja de ser un absurdo, cuando no una incongruencia, pues por definición todos los seres humanos, de la raza que fueran, tienen “algún color”. La expresión “hombre de color” da a entender que existen, por oposición, en la raza humana “hombres sin color”, esto es, transparentes o cristalinos como el agua clara.


No veo problema en llamar “negro” al hombre de raza negra (sobre todo cuando a los susodichos no les importa que así se los llame). El carácter peyorativo de la expresión lo incluye quien lo utiliza cuando hace uso de otros elementos accesorios de la lengua que van más allá del mero significado de la palabra, como las curvas de entonación (vamos, el retintín con que se pronuncia) o el carácter connotativo (significado aledaño o alternativo) que se le supone a expresiones que en modo alguno lo tienen (o no deberían tenerlo).


En cualquier caso, el mismo retintín o la misma connotación podrían esperarse de quien optara por la expresión “hombre de color”. Vamos, que se le supone a le lengua un carácter racista que por naturaleza no tiene. Lo mismo podría decirse de “hombre bajito” en lugar de “enano”, o de invidente en lugar de “ciego”.


Hay que reconocer que el encontrarse muy por debajo de la talla media de los mortales o el carecer de uno de los sentidos primordiales (alguien dijo una vez que “se aprende de lo que se ve”, creo que fue mi abuela), al menos en principio, supone una merma de la percepción del mundo que nos rodea. Pero eso no tiene que ver en modo alguno con el hecho de que quienes tienen que vivir diariamente en estas circunstancias (al fin y al cabo el ser alto o bajo, guapo o feo no es más que eso: una circunstancia) deban estar discriminados.


Eso, al menos, es lo que entienden quienes se esfuerzan en utilizar expresiones tales como “hombre bajito” o “invidente”, frente a las de “enano” o “ciego· que parecen haber sido paridas por la Madre Lengua con ciertas taras detestables.


Por otro lado, las despoja de ese sabor popular y de cierto regusto romántico con que hasta no hace mucho se utilizaba, por ejemplo, la palabra “ciego” en las colas del cupón. Expresiones tales como “¿Te tocó anoche el ciego?” eran la comidilla y objeto de broma y chanza entre la serpiente multicolor de los futuros millonarios.


A nadie se le ocurre ahora decir “¿Te tocó el invidente?”, pues tamaño tecnicismo lingüístico pasaría de ser un chascarrillo venial a todo un pecado capital.


En definitiva, dejemos a la lengua en paz, que bastante tiene con las felonías de los “garciamárquez” y otras faunas pseudointelectuales; o con las patadas que a diario le damos a su diccionario quienes nos atrevemos a experimentar con ella en todo tipo de publicaciones, y llamemos a las cosas por su nombre.



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