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El Duro y el Blando

El Lagunero, agosto de 1997


A tenor del título del presente artículo, podría pensarse que las dulces y golosas fechas navideñas están cerca, pero no es así.


Tras un prorrateo pormenorizado de los caracteres tipográficos del encabezado (quince), podría asegurarse que la finalidad de esta humilde gacetilla es una crítica a los sistemas de crédito de las incontables entidades bancarias que velan por que nuestro money esté a buen recaudo; pero tampoco es eso.


Sólo le adelantaré al impaciente lector que este mes la cosa va de cine. Por lo demás, tendrá que seguir leyendo (¿descifrando como hasta ahora?) el resto de esta crónica cinematográfica en blanco y negro que ya empieza a desperezar su contenido entre títulos de crédito indescifrables y el rugido enlatado del león de la Metro.


Con que múllanse en sus butacas y dispónganse a atiborrarse de cotufas mientras leen este homenaje al Séptimo Arte que está a punto de empezar.


El presente (y breve) homenaje al “dieciséis milímetros” pretende ser una evocación de la época dorada del cine a través de dos de sus más rutilantes estrellas que, desgraciadamente, han dejado el universo de Hollywood para pasar a iluminar nuestro cielo nocturno, que es donde deben estar las estrellas de verdad: inmortalizadas en el atezado manto de la noche, pues ya lo están desde hace tiempo en la luna apaisada de los cines.


Nos referimos a Robert Mitchum y a James Stewart, al Duro y al Blando, respectivamente y por antonomasia, de este centenario.


Mitchum es uno de los muchos “duros” (Bogart, Widmark, Kirk Douglas…) que han purgado con su insolencia y cinismo el Parnaso algo amanerado y bastante frívolo del cine americano, dando vida a malhechores creíbles (La noche del cazador o El cabo del terror) en el caso de Mitchum) que en la piel de otros actores no pasaba de mero bufonismo de celuloide (Alan Ladd, por ejemplo, es un “duro” falso, bajito e histriónico).


Mitchum es un tipo duro, de los de verdad, no porque vaya armado con su artilugio modernísimo de municiones infinitas (él solo usaba pistola de seis tiros); no es un tipo duro porque lleve tatuados hasta los resquicios de los sobacos (él acojonaba con la insolencia y la somnolencia de su mirada); no es un tipo duro porque se haya deshecho por el camino de cantidades inusitadas de pérfidos orientales armados hasta los dientes, de enchaquetados clanes de la mafia o de toneladas astronómicas de extraterrestres (“duro” no es sinónimo de asesino).


Mitchum es un tipo duro porque así lo fue durante toda su vida, dentro y fuera del plató. Mitchum es un damnificado al que la vida endureció (huérfano, boxeador, presidiario) y a quien el cine indemnizó con el estrellato, con el lujo y el brillo cegador del dólar, que lo devolvió al mundo real borracho y desgarrado en su interior por la bebida y por un enfisema pulmonar que le fue arrancando el alma a jirones.


James Stewart es la otra cara de la moneda, el reverso del Duro, el Blando, el antagonista que murió 24 horas después de Mitchum porque el universo de Hollywood se había quedado renqueante de su flanco izquierdo, que es el lado donde están siempre los malos de la película, el lado siniestro, como bien indica la etimología latina (sinister).


Stewart simboliza el hombre bueno y justo por naturaleza, al ciudadano de clase media que expira nobleza y unos buenos fajos con la efigie del Tío Sam. Stewart personifica el ideal democrático norteamericano: la justicia, la equidad, la fortuna… la ñoñez. Porque nuestro Blando, por encima de todo, era un hombre ñoño, soso, excesivamente frío ante la cámara.


Obtuvo el reconocimiento de Hollywood con dos Óscars (Historias de Filadelfia y el Óscar honorífico) y otras cuatro nominaciones, mientras Mitchum observaba medio beodo, despojado de estatuillas (pero impasible) en la soledad del patio de butacas.


Mitchum era el Duro y Stewart el Blando y como tal permanecerán en la memoria intemporal del cine, esa “ventana indiscreta” a la que todavía nos gusta asomarnos a un puñado de mortales, ese “río sin retorno” en el que a todos nos gustaría zambullirnos y dejarnos arrastrar por la corriente salvaje de sus aguas frías y diáfanas como culatas de forajidos. Del Far West del celuloide, a ser posible.


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