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Cartas de un clon

El Lagunero, abril de 1997




Estimado lector:


Disculpa que use el género epistolar para dirigirme a ti este mes, pero resulta que me he fugado temporalmente de la Laguna Estigia (de los Infiernos no se puede salir una vez que se entra) para arreglar unos asuntillos que urgían solución y no quiero que Plutón me descubra a través del laberinto intrincado de Internet, el medio a través del cual me ditijo a ti normalmente. Me explico:


Hace unos días estuvieron en nuestra partida de tute (se está haciendo demasiado famosa) un tal Josef Mengele acompañado de una oveja. Ambos personajes, hombre y animal, venían promocionando por los Infiernos un método que, según ellos, revolucionará en breve la vida de los seres vivos y devolverá al ser humano la condición de inmortal que, dicen, perdió en el principio de los tiempos.


La oveja, que se hacía llamar Dolly, nos explicó con todo lujo de detalles y con una jerga científica casi ininteligible en qué consistía dicho proceso, al cual denominaba “clonación”. Les contesté a ambos (más bien a la oveja, que era la única que hablaba mientras el tal Mengele asentía mecánicamente con la cabeza) que eso de hacer fotocopias de seres vivos no era nada ético, aunque sería plausible e incluso necesario en aquellos casos que a mí se me ocurrió acuñar con el nombre de “clonación negativa”, es decir, “aquellos especímenes que no deberían ser clonados bajo ninguna razón o excusa”.


Les expliqué también que eso de que el ser humano aspire a inmortalizar su cuerpo (el alma lo es por naturaleza) aparte una utopía es una idiotez, pues la singularidad del ser humano radica precisamente en que tiene los días contados. Además, ¿quién le ha dicho a las ovejas que la aspiración última de todo hombre es sobrevivirse a sí mismo? ¿Y quiénes son las ovejas para decidir el destino de la Humanidad por mucha lana de Cachemira que vistan?


No es cierto que el hombre aspire a ser inmortal, sino que por el contrario son los propios dioses quienes no ven la manera de rebajarse a seres de carne y hueso: el ejemplo lo tenemos en cualquier religión politeísta, cuyas divinidades se debaten entre actitudes rayanas en lo humano; tal es el caso de la antigua mitología clásica, donde los asesinatos, violaciones, incestos y demás actitudes tan humanas están a la orden del día.


Dolly me increpaba agitando con vehemencia la pelambrera mientras Mengele, con la faz enrojecida y aborregada por el cabreo contenido, seguía asintiendo como un asno: eso me dio a entender que lo de aquel hombre era un tic nervioso y no una predisposición natural a la afirmación indiscriminada. Ambos individuos se marcharon frustrados y maldiciendo como vendedores ambulantes que no han podido colocarle la enciclopedia a uno de sus incautos clientes.


A pesar de mi actitud, reacia en un principio a todo tipo de comportamientos “contra natura”, no dudé en ir tomando nota mentalmente de las indicaciones de Dolly, la ovejita clónica y lucera, para llevar a cabo las famosas clonaciones y luego lo grabé todo en el disco duro de la terminal informática que nos instaló Plutón a los miembros del equipo de tute.


Si bien la manipulación de las células en seres vivos para crear ejemplares clónicos va en contra de toda ética humana y, sobre todo, de su propia naturaleza y condición (los seres humanos se “engendran” y no “se producen” como churros), sin embargo habría que sopesar fríamente las ventajas e inconvenientes y tener en cuenta la utilidad de dicho procedimiento: a mí, por lo pronto, me ha servido para crear una réplica de mí mismo y poder fugarme de la laguna cada vez que me viene en gana.


Tras la marcha de la benemérita pareja traté de indagar por Internet en la figura de aquel sujeto minúsculo, con bigote incipiente y repeinado, que se hacía llamar Mengele. Pude descubrir a través de una web ultraderechista alemana que se trataba del “Ángel de la Muerte”, lugarteniente de Hitler durante el ascenso nefando del nazismo, director del campo de concentración de Auschwitz, asesino sin escrúpulos de miles de personas con las cuales experimentaba en aras de mejorar la raza aria o en busca del eslabón definitivo en la cadena evolutiva del hombre.


Una película de ciencia ficción, “Los niños del Brasil”, nos muestra a un Mengele abismado en la clonación, creando seres vivos como rosquillas a partir de unas células extraídas de la piel de Hitler. A Brasil, precisamente, fue a parar Mengele tras el ocaso del nazismo y allí se dedicó a clonar los cuerpos de las mulatonas brasileñas (lo único digno de agradecer a este sinvergüenza) y a regar las playas de Ipanema de curvas y bailes tropicales hasta que murió, dicen, en 1979.


Como puede comprobar el astuto lector, Mengele sigue vivo (o acaso nos haya dejado su propio clon antes de morir) y ahora forma dúo científico con una oveja megalómana y con aires hitlerianos de purificación, con la cual va recorriendo el mundo en busca de repetir algunos episodios que ya creíamos erradicados de nuestros libros de Historia.


Esto de hacer réplicas de seres humanos como burdas fotocopias es una idea que nace con el germen del fracaso implícito. La clonación se me antoja una especie de ecologismo humano de laboratorio, una conservación del medio ambiente parcial y a medias, donde el hombre es la parte interesada, el elemento a preservar por encima de todo.


El hombre, después de hacer ecología en su hábitat, se quiere “ecologizar” a sí mismo, clonando solo aquellos sujetos de su especie que a su juicio merece la pena conservar, acaso porque estén en peligro de extinción; y el resto debe ser reciclado como papel basto para fotocopias.


Lo malo de la clonación y de estas ecologías tan humanas es que quien las practica busca perpetuarse a sí mismo o a los que son como él. Y da la casualidad, ¡cosas de la Historia!, que el canon a imitar es siempre inferior al producto que se quiere lograr.


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