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La Rubia


Llegó de la mano de un pipiolo trajeado con una piel de pingüino insólita para estas latitudes casi tropicales. El maromo la dejó delante de mis narices con la delicadeza de quien lleva siglos cincelando toscamente el corazón de una cantera.


Pagué lo acordado, el tipo me guiñó un ojo y se perdió entre los asiduos que esperaban su turno con impaciencia antes de que repartieran a las preferidas de la gran mayoría: las que esperaban siempre en el fondo.


La rubia me clavó su mirada, húmeda y fría, y me dejó entrever una piel dorada por el sol de aquel verano de 1984. Entonces, para mi asombro, derramó una lágrima (preludio acre de su destino) que se despeñó por su talle, frágil como el cristal, hasta alcanzar la formica desconchada de la mesa donde yo llevaba esperando desde que abriera el local.


Me había pasado casi un mes ahorrando para la ocasión. Había resistido la tentación de ventilarme la paga semanal en chucherías y entradas de cine sólo con la lasciva intención de correrme una juerga con una de aquellas rubias que se anunciaban en los periódicos.


Siempre me pareció superflua y trivial la manera en que se anunciaban aquellas preciosidades en un medio de comunicación a través del cual sus potenciales clientes no podrían apreciar sublimes detalles como el de la fisonomía, casi perfecta, de sus curvas o el húmedo tacto de la piel.


Mi padre llevaba ya muchos años de su vida enganchado a este “sucio vicio” –según solía declarar, resignada, mi madre- y muchas veces me explicó en qué consistía el negocio, cómo debía actuar en estos casos o con qué frecuencia hacerlo sin llegar a perder la cabeza. Aunque nunca me dejó probar antes de los dieciocho.


Llegó, entonces, el día en que la hojas del calendario se llevaron mi virginidad. Mi padre me llamó ante él y me dio las últimas instrucciones: “Ante todo no te pongas nervioso. Que no se te note demasiado que es la primera vez. Podrían pensar que eres menor de edad y es un mosqueo estar sacando el carnet en un lugar así.”


Le sugerí a mi padre que fuera conmigo, pero él me contestó: “Es mejor que lo hagas tú solo. La primera vez es la que cuenta y debes disfrutarla en solitario y sin prisas. Échale huevos. "


Mi padre insistía en que al principio no me decantara por ninguna en particular (en los últimos años, él se había encaprichado con unas negras de importación) y que debía probar de diferentes tipos y nacionalidades para así tener una perspectiva más completa del género que había a disposición de toda clase de clientes.


Pero a mí me habían fascinado siempre las rubias como aquella que tenía ante mí el verano de 1984, como ésta que me acompaña ahora mismo mientras escribo, descoagulándose sobre el escritorio como un cadáver húmedo chapado en oro.


Después de veintitrés años tengo que confesar que no hay mayor placer que el de una cerveza bien fría, sacada del fondo de la nevera.




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