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Antivirus


No hace mucho, un virus informático invadió mi casa y a día de hoy estoy todavía con la matraquilla en la cabeza de cómo pudo infectarse mi ordenador, que lo tengo blindado con lo último en seguridad informática.


¿Habré descargado algún correo no deseado? ¿Sería mientras descargaba las competencias educativas de mis escolásticos en la página de la Consejería de Educación? ¿O acaso pillé unas clamidias binarias en una de esas webs de tías guarras en las que a veces me meto sólo por curiosidad científica?


Generalmente estos virus suelen entrar en el organismo del ordenador a través de Internet que, hoy por hoy, es el mayor foco de infecciones que te puedes echar a la pantalla, que es la cara del ordenador. Por cierto, la mía mide veintiuna, muy por encima de la media que suele estar en quince.


Esto de los virus informáticos me ha parecido siempre un fraude y el chollo del siglo para la basca que vive del cuento de Internet. Para mí que los virus los fabrican las propias compañías que crean antivirus, las cuales tienen a un montón de regatones desgreñados y acribillados de acné ingeniando códigos maliciosos para el tiburón informático de turno. Luego la CIA le coloca el muerto a uno que se conectaba desde Tailandia y asunto resuelto.


Pero, en realidad, la culpa de todo esto la tiene el doctor Fleming, a quien se le ocurrió una vez meter un virus en el sistema operativo de una rata para poder fabricar una vacuna y que todos tuviéramos penicilina.


Con los virus informáticos pasa lo mismo: las grandes compañías que dicen proteger nuestros ordenatas, en realidad lo que hacen es enviarnos correos masivos infectados de basura binaria para luego endilgarnos la novedosa vacuna antispam.


He probado a meterle al ordenata toda suerte de defensas y, al final, no te queda más remedio que comprarte uno nuevo, porque el que tienes no camina ni para detrás, de tan puesto que va el tío.


Las grandes empresas informáticas crean en los usuarios unas necesidades que no son reales. Aconsejan renovar los aparatos cada cinco años porque se nos quedan obsoletos para las aplicaciones, cada vez más potentes, que ellos mismos fabrican.


Se trata de un círculo vicioso en el que suelen recaer muchos: que si le aumento la RAM, que si le cambio la tarjeta gráfica, que si me agencio un micrófono y una cámara para cambiar impresiones con un colega de las antípodas que tiene el mismo grupo sanguíneo que Bill Gates...


Al final, la mesa del despacho parece la sala de vigilancia de un casino de Las Vegas, desde la cual asistimos al cerril espectáculo de nuestra estupidez.


Menos mal que siempre nos quedarán las webs de tías guarras y, para eso, nunca me falla mi viejo Pentium III, que aguarda paciente en el desván al enésimo asalto a la ciudad de Troya.


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