Gofio de receta
La Opinión de Tenerife, 17 de diciembre de 2008
Caigo por casualidad en las fauces de una página senegalesa de Internet y me entero de que el gofio, nuestros confles por antonomasia, se venden en las farmacias de aquel país africano junto a otros medicamentos varios.
Al parecer, el gofio tiene propiedades curativas, algo de lo que nos hemos olvidado los canarios desde que salieron aquellos polvos de Meléndez.
Estos nuevos polvos del señor Henríquez, empresario palmero de la cosa, son la sensación alimenticia de los senegaleses y los médicos lo recetan en los meses de verano, que es cuando más achuchan la gripe y la malaria en las playas de Dakar.
Lo menos que me gusta es el nombre que le han puesto: Forza. Será porque los senegaleses entienden mejor el francés que el guanche.
Uno, que vivió una infancia cimentada sobre eructos de gofio, conoce muy bien su valor nutricional. Todas las mañanas, mi madre nos ponía sobre la mesa una taza de leche de los negritos, un néctar blanco y milagroso que la viejita extraía de unas perolas renegridas por la acción del butano, del propano y del isobutano, que yo siempre pensé que eran unos señores imponentes que se encargaban de rellenar aquellas pesadísimas bombonas grises de gas licuado.
Aquellas perolas de diez litros tenían la facultad de convertir el sólido en líquido, el mágico proceso de la fusión, pues en mi casa siempre se tomó la leche en polvo y, aunque pobres, creíamos en las maravillas de la Naturaleza que con tanta gracia modifica las propiedades físicas de los cuerpos.
Junto a las tazas de la leche, en el centro de la mesa, presidía una lata de colores que una vez había albergado galletas de las buenas, pero que ya por la época de mi adolescencia había perdido toda su majestuosidad inglesa para servir de asilo a unos cuantos quilos de gofio de mezcla que mi madre compraba en la molineta de San Honorato, en La Laguna.
En mi casa no se desayunaba otra cosa que leche y gofio, aunque con el tiempo sucumbimos a la tentación de las galletas María, otro dulce virginal para pobres.
En la actualidad, los regatones no comen gofio; prefieren el cruasán o el bollicao y se sientan frente al abuelo con el mando de la videoconsola a ejercitar los pulgares mientras aquél se toma la leche con gofio, imagen digna de un buen videojuego.
La noticia de que los senegaleses se alimentan del gofio que no queremos los canarios me ha llenado de estupefacción, sobre todo por el hecho de que lo distribuyan en las farmacias y de que haya que presentar receta.
A muchos canarios, en el pasado, el hambre y la necesidad les recetaba gofio y ahora lo pedimos de noveleros cuando vamos a comernos un escaldón con los colegas al guachinche.
De la necesidad hemos pasado a la frivolidad en menos que el Dr. House de Senegal receta una palada de gofio para la malaria.