Ricardito quería un tren
Ricardito era un niño flaco, espigado y muy juguetón. Se pasaba las horas muertas metido en su casa jugando con una colección de juguetes que había ido aumentando desmedidamente a lo largo de su infancia, como si la única forma de estimular su crecimiento fuera la acumulación de trastos y cachivaches de todos los tamaños y colores.
Ricardito tenía muchos juguetes, pero sus favoritos eran los mecánicos, esos que se movían solos o bien guiados a distancia por la voluntad de su propia mano, una articulación pequeña pero firme.
Ricardito solía jugar solo, imaginaba que era un gran constructor de carreteras por donde circulaban sus mecanos contaminando el medioambiente con gritos estridentes que simulaban con gran realismo las pitas de los coches y el rugido de los motores.
En las carreteras de Ricardito enseguida se formaban atascos, pero él lo solucionaba añadiendo un tercer carril junto a la cama o construyendo una vía de ronda que pasaba por el cuarto de baño.
Pero a Ricardito le faltaba un juguete en su gran colección: el tren. Su padre nunca se lo quiso comprar. Ponía como excusa que era un ingenio inútil que necesitaba de unos raíles para poderse desplazar.
Sin embargo, a Ricardito el tren le parecía una máquina fabulosa, como sacada de un libro de leyendas, y se imaginaba a una gran oruga de colores transitando con su andar sinuoso por todas las habitaciones de la casa y descongestionando las autopistas que ya iban por el quinto o sexto carril.
A veces venían a jugar a casa sus mejores amigos, Anita y Miguel, y entre los tres imaginaban una isla poblada de gusanos mecánicos que conectarían entre sí las ciudades y pueblos formando una gran área metropolitana que sería la envidia de las grandes urbes del mundo.
“Una gran urbe que respetara su patrimonio histórico y cultural”, añadía Anita, que siempre ponía un toque intelectual a las expectativas del grupo.
Ricardito nunca tuvo un tren, pero un día, viendo la tele, pensó que cuando fuera mayor sería como aquel señor de pelo blanco (también se llamaba Ricardo), que había salido inaugurando el tranvía de su ciudad.
Si algún día fuera presidente del gobierno (o del Cabildo, no estaba muy seguro), construiría una línea ferroviaria que diera la vuelta a la isla y todos los isleños formarían parte de ese ilusionante proyecto de futuro que Ricardito había imaginado muchas veces en compañía de Anita y de Miguel.
Pero, para eso, tendría que jugar menos y estudiar más de lo que lo hacía ahora. Debía crecer rápido, no fuera que alguien le robara la idea antes de convertirse en alguien importante, como ese señor tan gracioso que salía en la tele inaugurando su propio tren.