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Hombres del Renacimiento


Desde que tengo narices, uno aspira a ser un hombre del Renacimiento, una suerte de Leonardo da Vinci que legue desinteresadamente a la Humanidad sus conocimientos e inquietudes.


A uno le gustaría escribir como lo hacía Leonardo, pero sobre todo le gustaría llegar a pintar, pensar y fabricar como el excelso genio italiano.


Desde joven he sentido esa incómoda hormiguilla del saber recorriendo mi cuerpo en busca de una explicación a esas grandes preguntas que siempre se han hecho los sistemas filosóficos: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿cómo surgió el mundo que nos empeñamos en apalear con el bate de nuestra existencia? ¿Existe el fuera de juego posicional?


A la basca, en general, estas cosas se las trae floja (salvo el dilema futbolero). Prefieren seguir a pies juntillas el lema del carpe diem, aunque nunca hayan oído hablar del epicureismo ni del poeta latino Horacio, que tan sabios consejos nos da desde la tribuna de sus Odas.


Horacio es autor de otras expresiones universales, como esa aurea mediocritas que, si bien está sacada del contexto literario, alude a esa dorada existencia de aquellos que no persiguen en vida sobresalir sobre el resto de mortales, al menos no de forma súbita o cantosa, que diría un regatón de ahora.


Uno empezó a estudiar los Clásicos porque había intuido en ellos ese germen del conocimiento que en forma de mortificante hormiguilla me recorría el cuerpo y me provocaba cierta quemazón en el cerebro y alguna que otra erupción en mis partes pudendas.


El otro día comentábamos en clase con nuestros escolásticos (alumnos del PPSistema) que los esquemas mentales del hombre actual (el concepto incluye también a la mujer, oh recalcitrantes feministas del lenguaje) permanecen intactos desde aquella época de los griegos, a pesar de que ahora seamos más científicos que entonces a la hora de dar esas pequeñas respuestas a aquellas grandes preguntas.


La Historia de la Filosofía, de los griegos hasta nosotros, es el verdadero barómetro que sopesa la evolución del pensamiento humano y aquélla nos demuestra que los grandes sistemas filosóficos han sido un continuo vaivén entre, vamos a decirlo así, el idealismo de Platón y el pragmatismo de Aristóteles. De facto, lo que ha evolucionado ha sido la tecnología.


Los griegos ya intuyeron en aquella época lejana de la filosofía presocrática (el paso del mythos al logos) que la explicación de las cosas del universo había que buscarla en la propia naturaleza de las cosas y no en una constelación de dioses que urdían la telaraña de la existencia humana como Parcas todopoderosas.


No quiere restar esto importancia a esa primitiva forma de saber que nos legó la Mitología, en primer lugar porque nos muestra una de las principales cualidades del conocimiento humano: la imaginación.


Un pueblo como el griego, capaz de ingeniar tan maravillosos mitos y leyendas, fue el elegido para dar a conocer a la Humanidad la buena nueva de la Ciencia.


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