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El loro matón


Aquel chiringuito era el más limpio de toda la playa.


Todos los veranos, solía acudir a diario a aquel local con la maliciosa intención de descubrir alguna reliquia de grasa sobre la superficie plástica de los manteles, algún reflejo capilar en el brillo de la cristalería o alguna mota de playa entre las vetas blancas del embaldosado azul.


Pedía una cerveza helada y una tapa de boquerones en vinagre y me tomaba sólo la mitad de cada cosa. Las otras mitades las vertía sobre la mesa o las dejaba caer adrede al suelo con el insano propósito de ver alguna mácula entre aquella asepsia inverosímil que presidía el chiringuito.


- Oiga, tenga cuidado con lo que le sirvo, que todos los días se le cae algo -me decía, insensato, el camarero.


Sobre todo, echaba de menos en aquel quirófano el revoloteo impertinente de alguna mosca, el cosquilleo remolón de las hormigas o la armadura abandonada de alguna cucaracha. Tomarse una cerveza helada, sin la melodiosa compañía de una mosca que entable contigo una conversación que ponga en entredicho los códigos de comunicación más elementales, puede convertirse en empresa harto irritante.


Por eso me decidí a plantarle la mosca al dueño del chiringuito y a solicitarle el libro de reclamaciones.


-¿Cómo puede ser que en este local no exista una sola mosca, caballero?


Le recriminaba yo.


-La culpa es del loro matón, señor -me respondía el dueño y se quedaba tan fresco.


-¿Del loro qué?


Le volvía a inquirir.


El dueño del chiringuito me explicó que cada noche, después de limpiar a fondo el local, sacaba de la despensa al loro matón y éste se encargaba de que ninguna criatura inferior en talla a los camarones que allí se despachaban traspasara el umbral de aquel museo de la higiene.


A pesar de que entiendo poco de loros y cacatúas, me quedé receloso, sin mover un pelo, pues siempre pensé que estos pajarracos se alimentaban de pipas y que no eran animales carnívoros con inclinaciones insecticidas.


Tal era mi escepticismo acerca de los gustos culinarios de estas aves del orden de las psitaciformes (esto lo consulté después en mi ordenador del Ministerio) que una noche me quedé oculto tras una pila de cajas, esperando a que el dueño del chiringuito sacara a aquel depredador de insectos y me deleitara la vista con un espeluznante espectáculo de caza menor.


A través de la luz tenue de aquel local, que lo degradaba a la categoría de garito nocturno (una perla para añadir a mi informe), pude adivinar la figura de aquella extraña raza de avechuchos: su cuerpo era alargado y cilíndrico y emitía una suerte de destellos metálicos. En el pecho tenía tatuada una mosca, debajo de la cual destacaba otro tatuaje esclarecedor: “Oro Matón”.


Presencié, anonadado, la eficacia insecticida del pajarraco y no dudé en incluirlo en la lista negra del Ministerio de Sanidad, del cual soy inspector de locales. Con sitios así no hay quien se gane la vida.


Zurrón Vintage
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